Un hombre vigila un camino de terracería en la costa oeste de México. Se sienta en una silla de plástico,
idéntica a la que habría en una cantina. Su postura sugiere descanso: la espalda hundida contra el respaldo,
los pies cruzados. Cuándo sostiene un rifle de asalto lo toma no de la empuñadura, sino del barril.
Cómo si fuera una pala, o un azadón.
Con estos dos gestos, el hombre traiciona su verdadera vocación. No se trata de un soldado, sino de un
“operador de volteo." Un “agricultor.” En su persona, los atributos del guerrero profesional — uniformes,
radios de mano — parecen utilería. Tres cuartas partes de sus compañeros, nos dicen, han caído muertos o
encarcelados. Sería dificil describir a estos hombres sin hacer uso de la palabra “desesperación.”
Sin hacer uso de la palabra “derrota.”
Y sin embargo el hombre persiste y vigila.
Vigilar: Ver, pero también guardar vigilia. De amanecer a amanecer, sentado en una silla de plástico,
la mirada fija en el camino de terracería. Esperando a “los que decapitan.” Difícil imaginer el calor,
el miedo, el cansancio. Sobre todo el cansancio.
He aquí un emblema eterno de México: un agricultor con un rifle, los ojos pesados de sueño, velando la entrada a su pueblo.