Una niña de Majomut, Chiapas, me contó la historia de este linchamiento. Le pregunté cómo había
sabido del caso pese a la lejanía de su comunidad. Me dijo: lo vi en el teléfono de alguien.
En Oaxaca una periodista me mostró como quien muestra la foto de sus hijos la imagen de un colgado.
Me decía: lo lincharon por violar a una muchacha. En la foto los niños se tiraban a los pies del muerto
para mirarlo.
Los linchamientos serán siempre un dilema moral: ¿es justo que un hombre que mató a un asesino vaya a la cárcel?
¿Es justo que la mujer que vio en el rostro de unos agresores el rostro de los violadores de sus hijas,
a sus propios violadores, vaya a la cárcel por intentar justicia? Y ante todo hay una falla con el sistema
judicial y una profunda desvalorización del aspecto espiritual que alguna vez fue inmanente en estas comunidades.
¿Es normal la violencia? Nacer es en el mayor de los casos, el acto más violento y más sangriento del que
formamos parte. La violencia nos acompaña desde el nacimiento, pero luego algunos crecen y ese impulso se
encamina al daño. La violencia aniquila el instinto por la preservación de los hombres, el instinto por
la preservación de sí mismos también desaparece. Un impulso aparentemente orgánico deviene en algo que va
contra natura y son el odio, el miedo, la corrupción, la pobreza, lo que motiva este cambio. Es el mismo
sistema económico en el que estamos inmersos: es moneda de cambio un cuerpo, ya sea desnudo, ya sea mutilado.
Hasta qué punto caló tan hondo todo esto (importa preguntarnos, nos incumbe) que una comunidad donde existió el
gran esplendor del conocimiento ancestral devino en uno de los pueblos indígenas más violentos de México.